Las plantas, la casa y yo

por Josefina Jiménez (@jojimenez)

Mis papas construyeron su primera y única casa en La Reina en 1990, cuando la comuna era una zona prácticamente rural y las parcelas se subdividían en terrenos de venta. No había alcantarillados, luz comunitaria, ni calles. Lo que implicó que entre los vecinos tuvieran que gestionar todo para poder vivir ahí. Desde el primer ladrillo hasta la última planta del jardín, todo fue hecho por mis papás –y los servicios de arquitectura y paisajismo que contrataron con amigos que se dedicaban a eso.

Yo nací y viví ahí por 24 años. Durante todo ese tiempo, junto a mis dos hermanas veíamos cómo la casa se transformaba. Pasó de ladrillos a tener paredes lisas en el interior, de alfombra a piso flotante, de terraza a quincho y así sucesivamente. Cuando estuvo a la venta, siempre le decíamos a la gente que iba a verla que la mejor parte de la casa era el jardín. Mi mamá se preocupaba de tenerlo hermoso; tenía una colección de rosas impresionante, camelias y azaleas enormes, un jazmín que olía exquisito, hortensias tamaño repollo, un crespón que parecía de algodón fucsia y un magnolio que en invierno botaba todas sus hojas y florecía.

Cada primavera/verano visitábamos los viveros de Peñalolén, en búsqueda de plantitas nuevas. Eran verdaderos panoramas que compartíamos con mi abuelita, de quien heredamos el gusto por las plantas. Pasábamos las tardes recorriendo y cuando volvíamos, mi abuelita se sentaba en el jardín a tomar el fresco y a mirar –por literalmente HORAS– todas las flores que tenía mi mamá.

Mi yo de ese entonces no entendía por qué mi abuelita disfrutaba tanto sentarse a mirar las plantas, ¿Por qué “perdía” el tiempo así? Recién hace tres años que lo entendí y es que entre más SOA una se va poniendo, más encuentra respuesta a las cosas esenciales de la vida.

Mientras mi mamá regaba, yo la acompañaba trabajando desde la terraza. La casa se vendió el 2015, nos cambiamos a un departamento y con eso mis espacios para trabajar se acotaron a una pieza más pequeña. El 2017 fue mi año de transición a una vida mucho más adulta. Fue difícil ese cambio, si bien aún vivía con mis papás, tenía más responsabilidades económicas, arrendé un puesto de trabajo en un co-work con más creativos, llevaba proyectos más afines a lo que yo quería hacer como artista y todo comenzaba a encausarse. Ahí fue cuando decidí que necesitaba una planta para acompañarme en todo este proceso de transformación.

Las primeras amigas plantas

Mi primera planta fue una Monstera Deliciosa de cuatro hojas que bauticé como “Filo”. Mi mamá me había enseñado todo: a qué hora era mejor regarla para no quemar sus hojas, cómo podarla para que crecieran con más fuerza, así que la teoría para el éxito la tenía. Hoy pienso también lo lindo que es aprender a cuidar así de simple. Le compré un macetero bonito y la trasplanté con la ayuda de mi pololo, que por esa época plantó semillas de girasol, así que entramos en este mundo relativamente al mismo tiempo. Cuando la Filo sacó la primera hoja nueva me sentí realizada y la llevé a casa, porque teníamos una esquina muy iluminada, donde podía crecer mejor. Mi ambición por heredar esa “mano verde” que tenían las mujeres de mi familia, era un objetivo de vida.

El tema de mi obra habían sido siempre las flores y plantas, pero ahora me tocaba aprender desde la vereda de la experiencia. Todo el proceso de cuidado era súper inspirador, implicaba mucha observación y entendimiento; celebrar las hojas nuevas, tocar la tierra para saber cuándo regar y también dejar ir a todas esas hojas que se ponían amarillas y caían. Nos acompañábamos en esta transformación. La vida misma se representaba aquí.

Coordinar los panoramas –desde la vereda de la adultez– para visitar los jardines con mi mamá, hacía que esto me conectara siempre con la idea de hogar, de un lugar calentito y cuidado donde podía volver sólo mirando mis plantas. De todos los viveros, siempre salía con una nueva. Mi espacio de trabajo tenía cada vez más plantas y ya comenzaba a picarme el bichito de querer tenerlas en un lugar que fuera sólo mío.

Las plantas se van conmigo

Siempre he creído que el primer paso de un proyecto es soñarlo, así que en Pinterest me armé un álbum con imágenes de cómo imaginaba mi casa, ¿Qué tipo de luz me gustaría que tuviera mi futuro hogar?, ¿Qué plantas quería tener ahí? Ideas que rondaban mi cabeza, sobre todo con las ganas que tenía de querer vivir junto a mi pololo. Vimos muchos departamentos y pensaba que no importaba el tamaño, que como dicen las chicas argentinas de Compañía Botánica: “Un jardín cabe en la palma de una mano”.

A principios del 2019 nos fuimos a vivir juntos. Nos llevamos todas mis plantas en un furgón –yo figuraba atrás con ellas, haciendo piruetas para afirmarlas todas y que no sufrieran en el trayecto. La Filo ya medía más un metro y medio ¡Lo mismo que una persona! Instalarlas y ver cómo se adaptaban al espacio, al igual que nosotros, fue hermoso. Eran el toque de calidez que nos distinguía y hacían de ese departamento un hogar.

El poder observarlas día a día –y más aún hoy desde esta cuarentena, en plena pandemia– ha sido increíble. Muchas veces la gente cree que la inspiración reside de grandes experiencias como viajes, cambios de estilo de vida, etc. Pero creo que está más cerca de lo que uno cree. También se encuentran en los pequeños detalles ordinarios: una hoja nueva, el movimiento de las plantas durante el día, una flor creciendo o un esqueje echando raíces en agua, son elementos simples que nos conectan con eso. No sabía que tenía esta mano verde hasta que la descubrí haciendo, así como tampoco sabía que me gustaba cocinar hasta que me vine a vivir sola. Nos vamos transformando a medida que vamos creciendo, pero siempre puedo volver a ese recuerdo reconfortante de la primera casa, vivir el jardín y recorrer los viveros con mi mamá y mi abuelita.

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