por Caro Cubillos
Son las 5.55 am y despierto antes del sonido de la alarma, por primera vez me puedo dar el lujo de despertar tan “tarde” en un día de carrera. Sabía que los nervios no me iban a dejar comer, así que no era necesario contemplar hora de desayuno; y además estaba a dos cuadras de la largada, por lo tanto no perdería tiempo en llegar.
Hice todo tranquila, en mi cabeza la noche anterior tuve la imagen muy clara de un Iceberg, sabía que la carrera era solo la punta visible sobre el agua, pero ya todo el trabajo estaba hecho. Confié mucho en mi y en el proceso, como pocas veces antes.
Ya en la zona de encajonamiento me tomo mi primer gel (a cambio del desayuno que no tuve), intento pasar al baño pero el disparo del inicio de la carrera me asusta y parto no más hacia la largada. Después me di cuenta que hubiese tenido tiempo de sobra, pero finalmente no fue necesario.
Cruzo el arco y mi reloj aún no era capaz de iniciar; parto intentando llevar mi ritmo (que es bastante lento y cuesta un mundo mantenerlo cuando la masa te lleva). Llevaba dos semanas corriendo a ese ritmo para que mi cuerpo lo memorizara, así que simplemente confié, porque la tecnología no me apañaba. Unos 500 mts más adelante al fin puedo iniciar la carrera y logro concentrarme del todo.
No sé si la palabra correcta es concentrarme.. porque más bien iba ahí, un poco ausente y a la vez tan involucrad, sintiendo al aire (que es tan distinto al de Santiago!), sintiendo esa fresca brisa de la mañana, sintiendo mis pasos, oyendo mi respiración, sintiendo mi pulso, pero a la vez en un estado casi de meditación donde las ideas pasaban de largo por mi cabeza y ningún pensamiento era suficientemente importante o interesante para retenerlo.
Así pasaron unos 8 kms, y en ese momento, recién, sentí que estaba corriendo. El sol ya empezaba a pegar más fuerte, el calor empezaba a incomodarme y la sed estaba haciéndose presente. Por consejo de mi nutri corrí con dos botellas de hidratación, que me salvaron. Por fin más adelante veo que la ruta se acaba: llego al retorno.. primera meta cumplida.
En mi cabeza me felicitaba por el tremendo logro, “corriste de Reñaca a valpo. Eres tremenda, y pensar que tu “no podías correr” y acá estás, en camino a terminar tus primeros 21k.” “Esta carrera te la planteaste por otra persona, pero hoy es tuya, cada paso es tuyo, por ti y por nadie más… sigue no más que la logramos!” Llegué al kilómetro 12 con mis auto-arengas.. pero ahí ya se puso más difícil.
A estas alturas iba casi sola, somos pocos los que nos atrevemos a 21k siendo lentos, ahí estábamos dando cara lo mejor que podíamos. Pero tremendamente distanciados, nunca más de tres personas en el mismo sector. La cabeza empezó a cansarse, el cuerpo ya estaba cansado, el sol ya era intenso, el agua que llevaba ya se había acabado y además me di cuenta que me faltó echar un gel. Ahora ya era seguir adelante como se pudiera.
A estas alturas me fijaba metas cortas : “sigue no más, llega al 14, ahí vemos como seguimos, tu dale no más”. “Viste que llegabas hasta acá, ahora vamos cuerpo, dame 2 kms más y ahí nos re armamos” … “Vamos hasta los 17, los últimos 5 saldrán solos, con el corazón no más como dicen los runners”. La soledad ya me pesaba y por suerte me encontré con alguien que me echó ánimos y me repuse. De ahí pensaba que en cualquier momento vería a la Kari (mi nutri), porque sabía que ella me iría a buscar.
La meta era avanzar hasta verla, confiaba en que correr con una amiga haría que lograra terminar los kilómetros que faltaban. Cuando ya se me hacían eternos los últimos kilómetros la vi. Y una vez más, esa mujer sacaba lo mejor de mi, me retó cada vez que quise caminar y confió en mi cuando yo no podía. Me dijo que hacer y que no, cuando soltar los brazos , cuando usarlos, cuando disminuir ritmo, cuando aumentarlo.
Hasta que de repente ya estábamos en la curva de retorno camino a la meta, y ahí iban dos amigas que corren dándolo todo para llegar al final. El último kilometro era una enormidad de emociones, de orgullo, de sorpresa, de admiración hacia mi misma y la amiga que me acompañaba, de agradecimiento hacia el universo, hacia la kari, hacia mi coach, hacia cada sonrisa en la ruta y por sobre todo hacia mi misma.
Cruzamos la meta, nos abrazamos, lloré a mares, busqué a mi mamá… la abracé y seguí llorando. Después recibí mi medalla y me fui a la arena a contemplarla a disfrutarla y a lucirla. Ya era medio maratonista.