Siempre me preguntan: “¿Qué piensas cuando corres?”
Y la verdad, pienso en mil cosas. Cosas pasajeras, irrelevantes. A veces me fijo en el paisaje, pero, sobre todo, pienso en lo que estoy haciendo: correr.
El 22 de septiembre, me convertí en maratonista en Buenos Aires. Y fue todo un viaje.
Al principio, no pensé mucho, solo corrí. Corrí con el corazón a mil, con lágrimas en los ojos, sin poder creer lo que estaba haciendo. Pero poco a poco, los pensamientos empezaron a aparecer: “Por favor que no duela, que no moleste la lesión”. Veinte días antes estuve a punto de tener una fractura por estrés y tuve que hacer terapia intensiva con el kinesiólogo para poder llegar bien al maratón.
Después vinieron las distracciones: el paisaje, la emoción de pensar “¡Estoy corriendo en Buenos Aires!”. “No te apures, respira”, me decía. Ver a mi familia gritándome fue una bomba de energía, aunque la humedad era insoportable. “¿Dónde está el agua?”, “¡Me estoy secando!”, pensaba. Pero seguía sintiéndome bien. El calor ya daba lo mismo, ¡estaba corriendo un maratón!
En el kilómetro 9, me comí mi primer gel. Buscar un basurero se convirtió en toda una misión, no quería tirarlo al suelo y me entretuve buscando dónde dejarlo. Los kilómetros seguían pasando, y mi familia, calculando los tiempos que les había dicho, me esperaba en distintos puntos. Aceleraba poco a poco, pero con cuidado. “No te apures, no conoces esta distancia”, me repetía.
Recorrer las calles de Buenos Aires era alucinante: el Obelisco, la Casa Rosada, La Boca, la Bombonera. Sentía calor, tenía sed, el gel me daba vueltas en la guata, pero no importaba. ¡Estaba feliz! Mis piernas seguían respondiendo, ¡estaba corriendo una maratón!
Llegando al kilómetro 32, me dije en voz alta: “Ya, mierda, aquí empieza lo desconocido. ¡Tú puedes!”. Y para mi sorpresa, en el kilómetro 35 me sentía increíblemente bien. “Vas bien, apura, ¡métele, tú puedes!”, me dije otra vez en voz alta. Ahí ya no había vuelta atrás, apuré el paso. Como un caballo de carrera, me concentré solo en correr. “No te desarmes, respira, ¡vamos, no queda nada!”, me repetía.
Me sentía plena, mi cuerpo me respondía, la energía estaba a tope. Al llegar al kilómetro 39, ya solo podía pensar: “¡Estoy a punto de llegar!”. La emoción era enorme. Aprieto los dientes y corro con el corazón.
No sé cómo, pero mantuve el ritmo. Los últimos metros fueron una mezcla de desesperación y emoción. Llegué a gritar: “¡¿Cuánto falta?!”. Y una chica que alentaba desde la orilla me gritó: “¡Ya llegás, flaca! ¡Aguantá, no queda nada!”. El último kilómetro fue como estar en una película: corres con el corazón, con la gente gritándote, animándote a cruzar la meta, y ahí, finalmente, me convertí en maratonista.
Entonces, ¿en qué pienso cuando corro?
No lo sé. En muchas cosas. Pero, sobre todo, solo corro.