Por Carodu
Cuando empecé a correr, por ahí por la primavera del 2011, lo hice porque tenía pena e incomodidad, sentía que necesitaba algo nuevo, que me hiciera volver a estar contenta. ¿Se acuerdan de esa escena de Forrest Gump cuando, después de que Jenny se fue una noche sin despedirse, Forrest se sienta en la entrada de su casa con su par reluciente de zapatillas Nike, y simplemente empieza a correr? Algo así fue lo mío, un impulso que me llevó a algo hermoso y desconocido, sin mayores pretensiones que sentirme mejor.
Estamos en el otoño del 2020 y hoy tampoco tengo pretensiones, más que rendir en el trabajo a distancia, salir una vez a la semana a comprar una pizza o probar un vino nuevo en la noche. Las carreras en las que me había inscrito para este año se ven como algo difuso, ya ni sé cuándo eran o cuándo son, si es que son.
A pesar
de la falta de planes y de la incertidumbre, y de
que no tengo ningún objetivo deportivo ni en el corto ni
largo plazo,
quiero prepararme. Simplemente para el día a día. Cada lunes empiezo la semana
entrenando vía Zoom con mi club de running. Otros días, junto a la amiga con la
estoy haciendo mi cuarentena, nos conectamos al canal de Youtube de
un bailarín fitness muy
gracioso, que logra el milagro de hacernos reír en la mañana. A veces sufro
intentando hacer yoga, a veces me resulta, siento que
mi elongación ha mejorado y que tengo más fuerza. Y así. Cada día tengo el objetivo
de mantener el ánimo, de no abandonarme, de estar tranquila.
Ya va a
llegar el día en que pueda volver a correr en el Parque Forestal, aunque me
canse rápido, y ya llegará el momento en que me tome un bus a la playa para ir
por unos kilómetros con el viento a favor y en contra.
Por ahora,
no necesito más que dos metros cuadrados para sentir que todos los días estoy
corriendo una carrera chiquitita pero importante. Y hasta ahora, creo que voy
ganando.